jueves, 15 de diciembre de 2011

Otumba, una victoria impensable



De un lado estaban los españoles –no más de 400–, apoyados por un grupo de aliados tlaxcaltecas –unos 200–; del otro, los aztecas en pleno con su caudillo al frente, aproximadamente unos 40.000 hombres. Resumiendo, tocaban a cerca de 70 mexicas por cada español.

La pregunta que, inevitablemente, asalta a cualquier curioso es cómo se pudo ganar aquella batalla. Y más aún sabiendo que el magro ejército de Cortés estaba en las últimas. Apenas le quedaban caballos ni pólvora, que fueron las dos armas-milagro que facilitaron la conquista de América. Habían salido huyendo con lo puesto de Tenochtitlán, estaban agotados, malcomidos y desmoralizados.

Los soldados del tlatoani (emperador) de los mexicas seguían una lógica la mar de sencilla: enemigo apresado, enemigo sacrificado, probablemente por lento degollamiento en lo alto de una pirámide para solaz del vulgo y aplacamiento de las iras divinas. Rendirse era sinónimo de degollina infamante, así que a Cortés y los suyos no les quedaba otra que resistir hasta el último suspiro, plantar batalla a cara de perro y morir como hombres. Es decir, ser españoles.

Ganar no iban a ganar, pero tampoco iban a perder del todo, porque el guerrero que resiste hasta la muerte al menos conserva el honor. Sabiendo que no tenía oportunidad de llegar hasta la ciudad amiga de Tlaxcala, y que el segundo del tlatoani, el llamado Cihuacóatl, les había cortado el paso, el extremeño decidió pararse y combatir. La muerte era segura, así que Cortés se puso tremendo y arengó a sus soldados para que muriesen dejando el pabellón bien alto. A voz en cuello, y cuando ya se escuchaba el tumulto del enemigo, se dirigió a ellos y les dijo:
Amigos, llegó el momento de vencer o morir. Castellanos, fuera toda debilidad, fijad vuestra confianza en Dios Todopoderoso y avanzad hacia el enemigo como valientes.
Los aztecas no sabían demasiado de estrategia bélica ni de sofisticados planteamientos tácticos. Cuando vieron que los españoles eran tan pocos, les rodearon. Aunque muchos y bravos combatientes, la intención de los aztecas no era matar a los españoles, sino capturarlos para llevárselos presos y luego sacrificarlos. Les traía sin cuidado cuántos de los suyos cayesen, lo importante era satisfacer a los dioses. 

Los hombres de Cortés pronto se percataron de que el enemigo tenía fines distintos a los suyos y supieron ponerlo a su favor. De entrada, la tropa española se cerró en banda, colocando a los piqueros en la parte exterior del círculo para ir repeliendo los ataques. Los infantes se pusieron morados a matar aztecas, que se cuidaban muy mucho de no matarlos. Disponían, además, de una ventaja tecnológica: las armaduras. El armamento azteca era muy poco efectivo contra los cascos y corazas de los barbudos castellanos, que estaban especialmente motivados para jugársela porque sabían la suerte que les aguardaba si caían prisioneros.


Al otro lado de la colérica masa humana que les sitiaba, elevado sobre un pequeño cerro, se encontraba el campamento azteca. Desde el llano se podía ver a un personaje sentado sobre un palanquín, ataviado con una armadura de algodón, plumas sobre la cabeza y un vistoso estandarte en la mano. Ese, y no otro, era el famoso Cihuacóatl, el comandante en jefe de los aztecas.

Cortés sabía por sus aliados de Tlaxcala que, según las costumbres de aquella gente, cuando caía el capitán, las tropas, ayunas de mando y sin importar cuán numerosas fuesen, huían en desbandada. El problema era burlar el cerco. Cortés convocó a sus cinco capitanes para hacerles partícipes de su idea. Serían ellos mismos los encargados de realizar la carga. Sólo habría una oportunidad. Su fracaso marcaría la derrota final y el fin de la aventura que hoy conocemos como la Conquista de México.

Los capitanes eran Gonzalo de Sandoval, Pedro de Alvarado, Cristóbal de Olid, Alonso Dávila y Juan de Salamanca. Se colocaron en fila, se miraron entre sí y, espada en mano, gritaron al unísono "¡Santiago!" para, acto seguido, lanzarse como fieras sobre los aztecas que les cercaban. Esa fue la primera carga de caballería de la historia de América. Ciertamente, algo modesta en dimensiones pero no en intenciones.

Tras superar el corto trecho que les separaba del campamento azteca, sin perder un solo segundo los cinco se dirigieron hasta el lugar desde el que el Cihuacóatl observaba la batalla.

A los aztecas los caballos les daban pánico, más si cabe cuando llevaban encima un tipo con casco, armadura y cara de, como les había pedido Cortés, vencer o morir. La escolta del Cihuacóatl huyó despavorida, dejando a su jefe desvalido y a merced de los jinetes. El azteca trató de huir junto a sus más fieles, pero Cortés, que se las sabía todas, ya lo había previsto y salió en su búsqueda. Le alanceó desde lejos, provocando que se cayese de la litera. Al incorporarse para continuar la huida a la carrera se dio de bruces con Juan de Salamanca, listo para darle la estocada definitiva y arrebatarle el estandarte.

Fue todo uno. Según cayó el Cihuacóatl y el estandarte pasó a las manos de Cortés, la desbandada de los aztecas fue inmediata. Imponente. Los pocos españoles que quedaban combatiendo en el llano se apresuraron a acelerar la matanza, con idea de escarmentar al enemigo en estampida. Persiguieron a los fugitivos en todas direcciones, dándoles muerte sin compasión. Al caer la tarde el llano de Otumba era un gigantesco cementerio, donde yacían los cuerpos sin vida de 10.000 aztecas y de sólo unas decenas de españoles. La victoria imposible se había consumado.

Extracto del artículo escrito por Fernando Díaz Villanueva (http://historia.libertaddigital.com/otumba-la-victoria-imposible-1276239684.html).

Pedro

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